jueves, 31 de octubre de 2013

Ella es bailarina

Todos los años viajamos a Formosa. Todos los años mi familia nos espera en la puerta de la casa de mi abuela para saludarnos. Todos los años entramos y respiramos el olor de allá: humedad y calor, un poco de polvo y ese no sé qué que tiene cada hogar.  Siempre hay cambios: una mesa más acá, unas cortinas nuevas, un aire, la pared pintada, la habitación donde paramos remodelada… La foto que estaba acá está allá, la de tal primo quedó un poco más atrás, a un portarretrato se le rompió el vidrio y anda medio descuajeringado, un dibujo más de María José, algún adorno nuevo, el soldado, la virgen, el Sagrado Corazón de Jesús, las sillas… y la bailarina de flamenco.
Morena de piel, cabellos oscuros. Ojos negros delineados con el mismo color. Argollas en las orejas, plateadas. Un velo negro y un detalle rojo en la coronilla. Alta, estilizada. El vestido amarillo, ese amarillo de la yema del huevo. Perfecta. El modo en que el color de su ropaje contrasta con su piel, los ojos grandes, penetrantes, el negro de su velo cayendo sobre el vestido. Está parada, excesivamente erguida, una mano en su cintura y la otra en alto, llamándote... Siempre apoyada en alguna estantería, juntando polvo, pasando desapercibida. Así la recuerdo. Lejana.
            Cada vez que la veo, me llama. La ignoro y sigo dando abrazos, reconfortantes, claro. Pero ahí está. Y si pienso en la casa de mi abuela, pienso en ella. Y si tengo recuerdos de pequeña, siempre está como background. No el soldadito, no el Sagrado Corazón de Jesús; retratos sin caras, y ella.

            Lo raro es que no pasa lo mismo con una imagen de la bailarina. Para escribir esto, le pedí a Chalito, mi primo, si le podía sacar una foto y mandármela. Muy amablemente me la pasó, y la ví. Ahí estaba, sin fuerza, sin presencia, sin esa cosa de gitana que te captura, te obnubila, te anonada. Los ojos no son más que negros, el amarillo no contrasta con su piel, su posición, que antes me tentaba, ahora me resulta un tanto espástica. Es como si no fuese la misma. Mi primer reacción fue “¿Sobre esto pretendo escribir? No es así como yo la recuerdo”. Y no hace tanto tiempo desde la última vez que fui a Formosa. Ahí fue cuando confirmé que este era el objeto indicado para analizar desde el Studium y el Punctum que propone Barthes. Porque, evidentemente, la muñeca, como muñeca, no es nada más que eso: una muñeca entre las tantas otras que hay en la casa de la abuela. Pero para mí es mucho más. Tiene todo aquello a lo que yo aspiro. Tiene pasión. Tiene carácter.

Contrarreloj

Hay personas que dejan todo para último momento, y yo no solo soy de esas, sino que además soy una integrante importante del grupo de irresponsables. En realidad, no sé si está bien llamarnos irresponsables, porque al fin y al cabo siempre terminamos cumpliendo con lo acordado: salimos de casa diez minutos tarde, pero en el trayecto hacemos todo a las corridas, de modo de poder llegar exactamente a la hora pactada. Ni diez minutos más, ni diez minutos menos. Siempre igual: me armo un cronograma especificando de pe a pa qué tengo que hacer en cada instante de modo que el tiempo me alcance en la medida precisa. Pongo la alarma a las seis, duermo diez minutos más, me levanto, me baño en quince minutos, me cambio en quince minutos, desayuno en diez minutos, me maquillo en otros diez minutos y voilà, a las siete estoy saliendo. Sin embargo, la maniobra nunca es ejecutada como se planeó. En el desayuno me cuelgo leyendo una revista o mirando el noticiero; o en vez de levantarme e ir a bañarme, voy a la computadora, entro a revisar mis mails, o Facebook, y termino en algún blog leyendo pavadas, y así es como termino maquillándome rapidísimo, desayunando en el bondi, y corriendo de acá para allá.
Exactamente lo mismo me pasa a la hora de estudiar. Me armo una agenda: calculo la cantidad de días que tengo hasta el examen, el tiempo libre y aquellos textos que deba leer. Que patatín que patatán, tal día estudio tal, tal otro tal, y llegaría al parcial con todo leído, todo estudiado y todo repasado. Promedio diez. Sin embargo, como bien indica el condicional, así sucedería si efectivamente siguiera los pasos que formulé en mi receta para el éxito, cosa que, como han de imaginar, no sucede jamás, ni por más esfuerzo que haga. A la hora de sentarme a leer, pienso en “lo hago mañana”. O quizás me siento, y leo… quince minutos, no vaya a ser que a uno le agarre una embolia por demasiado aprendizaje. En fin, acabo estudiando todo el último día. Eternamente el mismo problema. Y he aquí el quid de la cuestión: comprobé que me resulta imposible estudiar todo en un día. No por una cuestión de cantidad de cosas para estudiar; es porque soy altamente dispersa y no puedo hacer lo mismo por más de veinte minutos. No, no es un chiste, y sí, deberían asustarse.
Hace dos viernes me comprometí a hacer un día entero de lectura, y no cualquier lectura: Ulises, de James Joyce. Luego, escribir un ensayo sobre la experiencia y entregarlo el viernes. La lectura la hice el último día posible: el miércoles, y hoy, jueves, dejé pasar el día entero para escribir el trabajo. Ayer, para cumplir con lo prometido, me puse la alarma a las seis. Como era de esperarse, no me pude levantar a esa hora, y pospuse la alarma hasta las siete de la mañana. Decidí en ese momento apagar mi celular para que nada me distrajera de mi objetivo. Considerando que me había despertado más tarde de lo previsto, decidí empezar la lectura directamente, y desayunar mientras lo hacía. Leía, untaba mi tostada, bebía un sorbo de café, todo a la vez. Para cuando terminé la leche, me di cuenta de que no había entendido nada de las cuatro páginas leídas, así que volví a empezar. Llegué al punto a donde había llegado antes. No fue mucho más lo que entendí, pero seguro un poco más que la primera vez. Sin embargo decidí seguir, tal vez las cosas se aclararían más adelante.
Continué mi lectura durante unos diez minutos. Por mi mente pasaban un montón de cosas, pero poca atención le dedicaba al libro. Me surgió la idea de ir a leer al sol. Fui al fondo, agarre la reposera y una mesita y me senté. Leí un ratito. “¿Qué tal si me pongo un short?” Fui a mi pieza me cambié. Leí media hora. “Me voy a quemar demasiado”. Me puse protector solar. Leí una hora más, pero mientras tanto pensaba: “Bueno, todo muy lindo, pero después ¿sobre qué hago el ensayo? En lo que leímos detallaba aquello que veía en la tele, pero Pablo pidió que el trabajo fuese más ensayístico que descriptivo, y qué puedo decir yo sobre El Ulises que vaya en contra de aquello que se piensa. O qué puedo rescatar de esta experiencia”. También pensaba en mi castigo y en el trabajo final, porque si se me hacía tan complicado idear un ensayo que no tenía que ser necesariamente sobre Joyce, cuán difícil me iba y me va a resultar cumplir con mi pena. En fin, las horas pasaban y mi poder de concentración era nulo.
Cuando por fin lograba concentrarme y no pensar en otra cosa que en “Esteban Dedalus”, como lo llama mi traducción, y en “Leopoldo Bloom”, se acercaba Graciela y me pedía que llamara a mi mamá porque necesitaba preguntarle algo, Ubaldo me pedía que le ataje la escalera porque tenía que bajar la ropa de verano, o mi papá venía angustiado a contarme algún lío en Formosa. Llegó la hora del almuerzo y no quise dejar mi lectura. Almorcé en mi reposera... como pude. Mientras tanto, seguía leyendo a Joyce. O haciendo que leía. Quiero aclarar que realmente tenía la intención de dedicarle el cien por ciento de mi atención. Yo acariciaba con los ojos cada letra y sin embargo no podía llegar a la palabra.
Se hicieron las dos y media, tres de la tarde. De repente me di cuenta de que mis piernas estaban rojas como un tomate, y que factor de protección solar cinco no es suficiente para tantas horas de exposición al Astro. Decidí levantar campamento. Por cierto, ya me había traído lentes oscuros, una gorra, agua, mate, Off. Entre tanto tocó el timbre la chica de Natura, me trajo las cosas nuevas y me dijo si podía mirar la revista en ese momento, porque no me la podía dejar. Le tuve que decir que me disculpe, que no podía porque estaba estudiando. Se terminó yendo molesta porque se acababa de perder una venta. 
A las cuatro llegó mi mamá, y como siempre vino con ganas de charlar pavadas. “Mamá, estoy estudiando”. “Bueno, bueno. Te dejo tranquila”, pero cada diez minutos se acercaba a hacerme algún comentario o a recordarme algo que me había dicho ya mil veces. Entre pito y flauta se hicieron las seis de la tarde y ya no aguantaba más, pero todavía me quedaba la parte más difícil del desafío. Era insoportable al punto de que empecé a odiar el libro que pensé que iba a amar. Por favor que nadie me pregunte de qué se trata el libro, porque no sé qué responder. Quizás sea una mala lectora. Me pone triste pensar en eso. Al fin y al cabo ¿qué es ser un mal lector? Bueno, eso será motivo de otro ensayo.
Cené, también, mientras leía. O mejor dicho, cené sin dejar de torturar mi cerebro con la lectura. No porque sea una mala lectura, sino porque algo que se supone que debe ser placentero se tornó íntegramente agobiante. A pesar de este agotamiento, seguí. Y a eso de las once llegó mi papá con cara larga. Le habían roto el vidrio del auto e intentado afanar el estéreo. Parece mentira, pero es netamente cierto. Es más, esto mismo pasó con mi novio y el auto, hace dos meses, mientras yo hacía la observación para el otro trabajo. Es llamativo. En fin, dejé de leer por aproximadamente media hora. Fue un muy buen descanso. Volví embaladísima. Quería seguir leyendo y sentía que podía. Iba a entender todo, y así fue. Por un poco más de cuarenta minutos algo de lo que Joyce decía entraba realmente en mí.
De repente, una duda trascendental penetró en mí. “Y todo esto ¿qué carajo tiene que ver con La Odisea?”. Fue entonces cuando cometí el error del día: entré a Google. Y era tan obvio, y yo estaba tan quemada, y no lo pude ver. Y sentí que con eso que acababa de hacer mi día había perdido completamente el sentido. Continué con la lectura pensando en que soy una boluda, en que Pablo se cansa de repetir “No entren a Google”, en que “ahora no soy yo leyendo, sino que son muchos otros leyendo por mí”, etc, etc, etc. Todo ese poder de concentración que había ganado con la media hora de descanso la perdí en un solo click.
El final de mi noche se acercaba, algún que otro pajarito pionero empezaba a cantar y todas las conjeturas sobre el trabajo que me tocaba escribir luego de la siesta matutina se apoderaron de mi intelecto. Todas las dudas del principio del día volvieron, pero esta vez en aluvión. No podía concentrarme, ni hablar de leer. Y mis ojos hacían su movimiento continuo, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, una y otra vez. Hasta que verdaderamente no pude más. Levanté la mirada, empezaba a clarear. Era la liberación. Si pensaba que el castigo era severo, yo me impuse un compromiso peor.

El profesor me había recomendado que escriba sobre aquello que sueñe después de la lectura. Efectivamente esta noche soñé. Nada memorable. Era una lluvia de ideas, absurdas casi todas, sobre el trabajo para el viernes, mañana, y sobre el ensayo final. Lejos de que se me ocurrieran maravillas y de que descubriese cosas extraordinarias sobre el Ulises, mi cerebro se centró en mis preocupaciones. Ahí fue cuando relacioné este día con aquellos previos a parciales. No vengo a decir “No dejes las cosas para último momento porque mirá si te pasa algo”, no. Querés dejar las cosas para último momento, dejalas. Allá vos, o yo. Lo que planteo es que no se puede tratar de comprender algo durante todo un día. Es imposible. No solo es un suplicio mental, sino que además de todo aquello que intentes aprehender en esas veinticuatro horas, casi nada será lo retenido. O al menos en mi caso. No digo que no se pueda repasar o ver algo que ya se ha entendido previamente. Lo que planteo es que no puedo, al menos yo, estar las veinticuatro horas del día tratando de descifrar enigmas, entendiendo frases complicadas. Muy probablemente distinto hubiese sido el caso si no me hubiese tomado el ejercicio tan al pie de la letra y lo hubiese leído por mero gusto. Como también es distinto estudiar sin el tic tac del reloj repiqueteando. Por más que quiera creerme que puedo estudiar todo el último día, no es más que una mentira.

jueves, 10 de octubre de 2013

De cómo mi hogar trasciende las puertas de mi casa

Consigna: Elija un lugar y visítelo tres veces seguidas, en distintos momentos, durante tres horas cada vez, tomando nota de todo lo que nota y observa. En base a esas notas elabore un texto increíble que dé cuenta del lugar. Lecturas: “Atardecer de domingo junto al Río Hurón”, de Charles Baxter, y Tentativa de agotar un lugar parisino, de Georges Perec.

De cómo mi hogar trasciende las puertas de casa

Esta zona de Capital es un barrio, lo que se dice barrio. Como toda zona residencial, está llena de matices. Mi casa queda justo en el límite entre Monte Castro y Devoto, y si vas hasta la esquina y cruzas, estás en Villa del Parque. Los tres son barrios de vieja chismosa. Esta cuadra tiene un color particular, algo que la diferencia de todas las otras cuadras de Capital: que acá me crie, en este lugar crecí. Es por eso que la elijo como el lugar perfecto para describir: porque conozco cada cara que pasa por acá, porque estoy condenada a cruzarme con alguna de ellas cada vez que salgo de mi casa, porque nunca llego a la parada del colectivo sin soltar un saludo en el camino.
Mi cuadra, la de Matorra al 3900, entre Martín V Dominguez y María Manca, es parte de mi vida, me suena tan particular, tan distinta. Sin embargo, lo leo acá y parece una cuadra más de todas las cuadras de Capital, o de Buenos Aires, o de quién sabe dónde. Cuando me piden mi dirección, respondo con ese cantito, una melodía ya automatizada que explica el lugar en el cual se encuentra mi casa, la referencia justa para que el otro pueda llegar sin problemas, sin perderse. ¿Por qué le negamos al otro tanta información? Omitir detalles, tales como que la casa de la esquina es el principal símbolo de la cuadra por las enamoradas del muro que tiene a cada lado de la puerta, o que no hay un solo negocio en toda la manzana, o que el garage de enfrente más que un garage es un club de amigos, le quita la magia. Es como un alfajor sin relleno, como un vestido de fiesta sin tacos altos. Propongo que cuando invitemos a alguien, en vez de hacer un tour por nuestra casa, lo hagamos por nuestra cuadra. Por toda la información que descuidé e hice a un lado sobre este increíble lugar, es menester que haga catarsis de datos silenciados, es necesario soltar todo aquello reservado acerca de mi cuadra.
 En invierno, el sol ilumina la cuadra desde las ocho y media hasta las seis de la tarde sin descanso, dotándola de una calidez desacorde a la época del año. No tiene muchos árboles, tampoco son escasos. Tiene la cantidad justa. Hay tilos, jacarandás, una tipa, ficus y alguno que no reconozco: están, en su mayoría, pelados. Las casas son eso, casas. Hay un solo edificio: 5 pisos contando planta baja. Hay un dúplex en frente de casa, y también varias casas chorizo. La de al lado de la mía es una. Viven tres o cuatro familias: En el primer departamento, el que tiene ventana a la calle, vive Aída, una abuelita que desde que tengo uso de memoria está igual, se viste igual, se peina igual, usa los mismos anteojos y, claro, vende Avon. Solía vivir con su hermana, Anita, que creo que se volvió loca y falleció. Atrás de mi querida revendedora, habita un barrabrava de San Lorenzo, a quien – no entiendo por qué – mi papá admira. Tiene un dóberman demasiado ruidoso, aunque ahora que lo pienso, no lo escucho más cuando entro a casa… y un hijo que no vive con él, pero que cada vez que viene nos toca timbre para que le devolvamos la pelota que colgó en nuestro patio de entrada. Más atrás vive una familia: una mujer de unos cincuenta años, a la cual mi padre llama “El gato de al lado”, su nuevo marido de edad parecida, sus dos hijas veinteañeras y su nieta de cuatro años. Hay una casa más atrás, pero no sé si sigue habitada, o si la usan de depósito.
Los autos estacionados nunca faltan. Están los que duermen afuera, y los que están de paso. Están los viejos y los no tan viejos. Pero hay uno, al que nombramos Freddy, que llama particularmente la atención. En primer lugar, porque es amarillo y está muy entrado en años. En segundo lugar porque siempre está: jamás llegué a mi casa y Freddy no estaba estacionado. Y en tercer lugar, nunca está en el mismo lugar, lo cual significa que lo usan. No sé cuándo ni quién, pero Freddy se usa, o tiene vida propia.



  
Miércoles 21 de agosto, 11:45 horas
Se escucha que Jorge, uno de los señores que trabajan en el garage, hablando a los gritos desde adentro del galpón.
Pasan personas, grandes en su mayoría. Todos me miran. Pasan autos, y me miran. Pasan parejas, personas solas, amigos. Pasan muchos, pero llama la atención un chico. Se muestra apocado: camina lento y mirando al piso, sus hombros están recogidos y los puños cerrados suavemente. Parece ser tímido, y sin embargo su buzo tiene inscripto en letras grandes, mayúsculas, “I ROCK YOUR WORLD”.
A la vuelta de casa hay una escuela, entonces por acá siempre pasan chicos. Son casi las doce del mediodía y hace un frío de aquellos, los chicos están por salir de la escuela. Es uno de los pocos miércoles fríos que hubo en el año, y yo tengo que sentarme durante tres horas a la intemperie. Sin embargo el sol está acá, al pie del cañón, intentando entibiecernos un poquito. Dobla la esquina una maestra. Señoras y señores, empieza el desfile de guardapolvos. Viene hablando con una señora, madre de algún alumno, supongo. Más adelante dos chicos corren, ambos de delantal, pero ninguno lleva su mochila. “Chicos, no se alejen”, les dice la Seño; a la madre no le preocupa. Cuando ambas mujeres cruzan por adelante mío, miran extrañadas mi cuaderno. Levanto la vista, y me clavan la mirada en los ojos. Están muy extrañadas, hasta un poco asustadas, quizás.
Las primeras de muchas miradas desconfiadas de la jornada.
De la escuela pasan:
-Una madre con dos hijas (cinco y siete años). La madre lleva dos mochilas
-Otra madre con un perro y un niño (seis años). El niño lleva al perro. La madre, la mochila.
-Un niño (nueve años) corriendo. Lleva su mochila carrito que golpea en cada baldosa. La madre va media cuadra más atrás. Camina lento. No le saca los ojos de encima
-Una madre más con cuatro niños (de tres a diez años). Cada niño lleva su mochila. Los dos más chicos tienen el delantal puesto, los dos más grandes, no.
-Un padre con su hija (13 años). La niña viste guardapolvo. El padre viste traje. El padre lleva una mochila rosa furioso. La niña le cuenta una historia: “Nena, dejá de criticarme, es mi sueño, así que no te metas.”
-Una madre particular: va con una mochila rosada, de princesas, y un delantal en la mano. No lleva niños. Seguramente fue a buscar a su hija a la escuela y la nena se terminó yendo a la casa de una amiguita.
            La única parte de la cuadra que está sucia, al menos hasta donde puedo distinguir, es mi vereda. El Jacarandá es un árbol hermoso, uno de los más pintorescos, pero hace demasiado chiquero: en otoño tira sus hojas, en invierno semillas y ramitas, en primavera y verano flores que arman una pasta resbalosa en el suelo. Hay otros tres jacarandás llegando a la esquina, pero no llego a ver el piso. Supongo que estarán igual de desastrosos que este.
            En frente de mi casa está el contenedor de basura. Lo ponemos ahí para que los coches no estacionen demasiado cerca de nuestra chochera. Más de una vez nos han tapado la salida y mamá se tuvo que ir en tren al trabajo. Miro al tacho y recuerdo los insultos y rayones ocasionados por autos mal estacionados. Lo observo un poco mejor y veo que tiene escrito “Baigorria y Emilio Lamarca”, cruce que queda a unas tres cuadras de Baigorria y Bahía Blanca. Tenga cuidado señora: en esta cuadra somos chorros.
            Cada vez que mis anotaciones me dan un respiro levanto la cabeza y trato de observar. Del lado izquierdo de la cuadra no hay absolutamente nada, no pasa un alma. Entonces miro para la derecha. Silencio. Ni siquiera pasan autos. De repente, de la nada, aparece un niño de menos de cinco años. Sale de su casa haciendo un salto en largo: parece volar. Son increíbles las habilidades físicas de los chicos más pequeños. La relación tamaño del infante/trayecto recorrido es totalmente desproporcionada, y sin embargo lo hizo sin esfuerzo. Atrás suyo sale su familia. Son una pareja joven y fresca. Cruzan la calle y entran al garage. Jorge los recibe con un griterío indescifrable. De allí sale un taxi que, inexplicablemente, está ocupado, con taxímetro encendido y todo. Detrás sale la familia en una suran.
            Un hombre de unos treinta años se carcajea fuertemente. Me llama poderosísimamente la atención. Me fijo bien, me intriga saber de qué se ríe. No está acompañado, no está hablando por celular y no tiene auriculares. Algún divertido recuerdo se le debe haber aparecido en la mente, de esos que están tan frescos como si hubiesen ocurrido recién y que impiden cualquier clase de censura para la risa. Esos, sin duda, son mis favoritos. El hombre me transmite su alegría y sonrío como si fuese yo la que se está acordando de algo.
A eso de la una y media de la tarde llega una kangoo bordó metalizado con un choque en la puerta y estaciona en frente de mi casa, pero de modo que no puedo ver a quien esté adentro. Escucho un freno de mano. No baja nadie del auto.
            Sale Olga del edificio de la cuadra. Es la típica vieja cascarrabias del barrio, y tal como el estereotipo manda, siempre anda con su perrito. Me mira con cara de chupé-un-limón, que creo que es su cara habitual, y camina hacia la esquina izquierda, lo cual significa que va a pasar por mi casa. El intento de animal se le adelanta dando pasos muy cortitos, pero muy ágiles. Justo en frente mío se detiene, olfatea el árbol, levanta la pata y le hace pis a mi Jacarandá, en mi cantero, pisando mis plantas. “Señora, por favor, el perro”, le digo. Olga ni se mosquea, me pasa y sigue caminando. “¿Puede sacar a su ratita de mi cantero, por favor?”, insisto. Se da vuelta, me mira, mira a su perro y da dos pasos para adelante, mirando al animal. Me levanto con cara de yo-chupé-más-limones, la vieja se asusta y por fin hace algo para que su caniche deje de arruinar mis plantitas.
            Nunca había notado la cantidad de bicicletas que pasan por esta calle. No hay bicisenda, ni nada. Pero parece ser que en Villa del Parque, Montecastro y Devoto las bicis tienen éxito. Pasan un montón: abuelos, gente trabajadora, jóvenes que escuchan música, jóvenes que no agarran el manubrio, jóvenes en shorts, chicas de a dos, chicos de a dos, chico y chica juntos. Bicicletas playeras, bicicletas deportivas, bicicletas grandes, bicicletas con rueditas. Bicicletas por la calle, bicicletas por la vereda, bicicletas en contra mano, bicicletas llevadas con las manos.
A las dos y teinta y cinco de la tarde, entra una abuelita con bastón a la cuadra por la esquina derecha. A las dos cuarenta y tres llega hasta la puerta del edificio. No llegó ni a mitad de cuadra y tardó ocho minutos.

Jueves 29 de agosto, 14:00 horas
            Por la cuadra de enfrente va caminando una chica de veintiocho, treinta años, cuya cara me resulta conocida. Debe ser vecina. Carga muchas bolsas de supermercado. En total, habrá gastado cinco pesos en bolsas. Debe venir de Coto, no se hacen compras semejantes en el chino. Se detiene en su casa. Trata de buscar las llaves para abrir la puerta, pero no puede. En el intento se le cae una bolsa y se desparraman los productos que compró. Muy astutamente, apoya en el piso todas las bolsas que tiene en su mano derecha, saca las llaves, abre la puerta, agarra las bolsas que soltó, da un paso hacia adentro y deja las bolsas. Automáticamente vuelve a salir, junta todas las cosas que se le habían caído, entra a su casa y cierra la puerta.
            Viene caminando por la derecha un hombre de traje azul oscuro y porte distinguido. Lleva anteojos de sol, el saco prendido y la corbata con nudo grande. Justo en frente de mi casa, se aclara la garganta y, sin previo aviso, escupe su catarro en mi cantero, en mis plantas, en mi jacarandá. Que mi casa tenga un murallón lleno de graffitis y sea casi lo único antiestético del barrio en su totalidad, no significa que pueda ser utilizado como el baño de la cuadra. La semana pasada fue el perro, ahora, el señor - que, al final, de distinguido tenía solo el porte -, ¿qué viene después?
            A eso de las 15.30 de la tarde llega la misma kangoo que había puesto el freno de mano el miércoles pasado, pero cuyo conductor nunca bajó. Esta vez sucede exactamente lo mismo. Puede ser un detective privado que sigue a alguna vecina para averiguar si engaña a su marido, o capaz es un secuestrador que está investigando a su próxima víctima, o quizás simplemente está cansado y quiere dormir la siesta, o también puede ser un alumno de Taller que observa, como yo, para hacer un trabajo.
            Hay tres palomas en un cable, sentadas una al lado de la otra. Dos de ellas vuelan hacia otro cable, donde se sientan a hacer lo mismo que hacían antes: nada. La tercera, que se quedó sola, vuela también hacia donde están las otras, pero estas vuelven a cambiar de lugar, dejando a la tercera paloma sola otra vez. La escena se repite una vez más: la paloma solitaria busca a la pareja de palomas, pero éstas, en el momento en que se les acerca, vuelan. Esta vez, como ya no se la bancaban más a la otra, se van.
            La kangoo del choque en la puerta, la que había puesto el freno de mano, la que despertaba sospechas, se pone en marcha. Acelera y se va.
            Un muchacho de unos treinta años pasea a sus tres ovejeros alemanes. Tienen pelo largo y son de un marrón oscuro. Los tres iguales. Él parece sacado de un videoclip de Calle 13, con cadenas en el cuello, bermudas y cabello rapado.
            Un hombre sale de la casa de Rocío, compañera mía de la primaria en el colegio de acá a la vuelta. No lo conozco, no es de su familia. Él se abrió la puerta, y él se la cerró. Es decir, tiene un juego de llaves. ¿Quién será? Al irse, camina hacia su auto: se va a subir a una kangoo. ¿¡Qué!? ¡Por anotar todo lo que veía me perdí un detalle tremendo! La kangoo bordó que puso el freno de mano, la que tiene un choque en la puerta, la que observa, duerme o acosa, ¡no se fue! Simplemente cambió de lugar, etacionó más cerca de su lugar de destino. Camila - la perra Golden de mi amiga - está tranquila en el balcón, así que podemos descartar la teoría del secuestrador.
            Una chica, uniformada como médica, andando en bicicleta y hablando por celular. Si la viese mi profesor de biología de quinto año diría que está en triple falta: no lleva casco, no debe hablar por celular mientras conduce, y tiene el uniforme del hospital puesto fuera de su trabajo, lo cual es antihigiénico e insalubre. Siempre repetía que el fin de usar ropa especial para trabajar era no llevar virus y bacterias de un lugar a otro. “¡Para eso que trabajen en jean y remera!”, concluía.
-Medios de transportes que pasaron durante la jornada, ordenados de menor a mayor: motos: 15; camionetas: 28; camiones: 29; bicis: 33; autos: 206.
-Colores de los  esos autos, ordenados de menor a mayor: amarillo: 1; taxi libre: 1; dorados: 4; verdes: 6; azules: 10; rojos: 14; taxis ocupados: 17; blancos: 25; negros: 27; grises: 101.
            Sábado 31 de agosto, 16:35 horas
            Para recibirme, pasa un auto negro con la música a todo volumen. No llego a reconocer la banda. En casi todos los autos que pasan con el estéreo a todo lo que da, se escucha electrónica o reggaetón. En este, no. No estoy segura a qué género pertenecía lo que sonaba, pero sí puedo afirmar que mi papá la clasificaría como “música de mina”. Sí, señoras y señores, ese es el padre que me ha tocado en suerte.
El nuevo vecino del dúplex de enfrente sale a la calle. Es rubio, pero ese rubio difícil de encontrar: su pelo es bastante más oscuro que el de un albino, y bastante más claro que el del típico hombre que de niño era rubio platinado, pero que con el tiempo su pelo se fue oscureciendo. Es como un colorado claro, muy claro. Está vestido de negro: tiene un pantalón de jean, chupín, negro; un sweater de cuello en “v”, negro; unas zapatillas de lona, negras. Una remera amarilla que apenas asoma. Se para en la puerta, me mira – extrañado – y mira el piso. Se agacha y empieza a levantar folletos y otros papeles que hay en su vereda. Se mete en su cantero y agarra más basura.  Una vez que limpió, volvió a entrar.
Jorge me saluda efusivamente. Que la familia, que gracias, que las herramientas, que el vidrio del auto… Que qué estoy estudiando. “Un trabajo para la facu”, le respondo sin ahondar mucho en detalles. “Ahh…”, exhala como si estuviese decepcionado. Se da media vuelta, entra al garage y cierra la reja. Parece molesto.
Son las cinco y media de la tarde.  Vuelve a salir el Rubio. Está cambiado: tiene un jean de corte recto color azul, una remera de cuello en “v” gris y unos borcegos marrones. Está loco, hace frío, y él en remera. Cruza la calle en dirección  a mi casa. ¿Me viene a hablar? Se para en el cordón de mi casa mirando hacia la otra vereda, como jugando a hacer equilibrio. Está a unos tres metros míos en diagonal. Se enciende un cigarrillo. Me da la espalda. Se sienta en el cordón. Fuma. Hace frío y fuma. “¿Hola?”, habla por teléfono. No escucho qué dice por el ruido de una moto. “… Sí, sí. Por eso. Bueno, listo. Dale, dale. Gracias. Chau. Chau”. Mira su celular y corta. Sigue fumando un rato más. Se levanta de donde está y se estira un poco. Mira los autos y se dispone a cruzar. Antes de entrar a su casa tira la colilla en su cantero. Me hace acordar a una novela que leí hace poco, que decía “Limpiar está bien, no ensuciar es mejor”[1]



[1] G. Perec, Tentativa de agotar un lugar parisino.

No soy de aquí ni soy de allá

Cuando te encontrás con un extranjero o con una persona del interior, siempre te comenta lo inconveniente que es “ser de afuera”, y seguro alguna vez un porteño te dijo “y… pero fulanito es del interior” como si fuese un inconveniente. Contrario al común de la gente, pienso que la persona que ha vivido en más de una ciudad tiene una gran ventaja. Y digo esto porque fui criada por mis padres, dos formoseños que desde jóvenes viven en Capital Federal. Toda mi familia es de Formosa, sobre todo la parte paterna, que es la más grande. Por suerte mis viejos nunca perdieron el contacto con ellos. Cada dos o tres meses tratamos de ir para que el lazo sea cada vez más fuerte. Hace poco falleció mi abuela, y más de una vez se nos cruzó la idea de que se nos caía el pilar que sostenía a la familia, y que sin ella todo se iba a derrumbar. Eso no pasó. En fin, ni mamá ni, mucho menos, papá renegaron jamás de su formoseñeidad. Nunca.
Algo que siempre me llamó la atención, desde que soy chiquita, es que en todas partes se los trata como si fueran de otro lugar. Estamos en Capital y “El gato de al lado”, la vecina, le dice a mi papá “yo no sé cómo será en tu provincia, pero acá no se hace ruido a la mañana”. Nos vamos a Formosa, y mis tíos le dicen “Selo”. Su apodo, desde chiquito, es Elo; pero los porteños solemos arrastrar las eses: “¿Cómo estásselo?”. Se podría pensar que esto es una desventaja, pero no creo que sea así.
“No ser de aquí ni ser de allá” es un gran beneficio. Por un lado, mis viejos tienen esa humildad característica del interior, son tipos sencillos y sin mucha vuelta. En lo que puedan te van a ayudar, y en lo que no también. Siempre con el mate o el tereré en la mano, conocen cada especie de árbol y de pájaros, les gusta caminar descalzos en el pasto de mi casa y levantarse a las seis de la mañana con el canto de los zorzales. Mi papá se autodenomina “hombre de campo”, y le dice a mi mamá “Chinita”. Claro que a todos nos resulta una exageración y siempre nos reímos por eso. Tanto formoseños como porteños.
Por otro lado, el hecho de haber crecido en Capital, o al menos de haber madurado acá, hizo que miraran ciertos aspectos con otros ojos. En Formosa y, según dicen, en la mayor parte de los pueblos del interior[1] las personas suelen ser muy conservadoras. Mi familia es muy católica y fervientemente radical. Mis viejos, están a favor del aborto y yo soy la única de dieciocho primos que no tomó la primera comunión (mi papá sigue siendo radical, no hay con qué darle). Desde chica me dejaron hacer fiestas con alcohol en casa. De ese modo bebía en un espacio controlado. En pocas palabras, tienen la mente abierta del porteño.
Todos los días se produce una escena que ilustra perfectamente esta tensión entre “el ser porteño” y “el ser formoseño”: cuando salen a la calle, van a mil, esquivando cuanta persona o auto se les cruce por el camino; siempre apurados. Cuando llegan a casa, se cambian, se preparan un tereré, sacan sus reposeras al patio, y que la vida pase. Eso es lo que define a mis viejos: no son ni lo uno ni lo otro, pero son lo mejor de los dos lugares.



[1] Si algún pariente mío lee este trabajo se va a enojar porque trato a “Formosita” como pueblo.

martes, 1 de octubre de 2013

Al mal tiempo, carcajada.

      La risa es un reflejo que sale naturalmente de nosotros cuando algo nos causa gracia. Qué noticia. Pero ¿qué pasa cuando nos reímos por cosas serias, como cuando un niño se va de boca al piso, o cuando una amiga te cuenta “una tragedia” y no podés contener la carcajada porque vos sabés que es una pavada? Nada, pasa; absolutamente nada. Y sin embargo siempre te encontrás con esa madre que te mira con cara de “¡Animal! ¿Cómo te vas a reír de mi hijo? ¿No ves que se puede lastimar?”, o tu amiga se enoja como si acabases de cometer el peor error de tu vida, como si te hubieses vendido al otro, que es el enemigo.

      Justo ayer mi papá me contó una anécdota que merece la pena ser mencionada. Él solía salir con una chica, Betty. Un día de la primavera, iban caminando a la par, cuando la muchacha le pide a mi padre que la abrace. Mi papá, joven y pirata, le niega la demostración de afecto en público porque, al menos por el momento, no quería formalizar la relación. “¿Cómo? ¿No somos novios?”, preguntó ingenuamente Betty, a lo que mi padre respondió con un seco no. La pobre empezó a gritarle en pleno centro de Formosa: “Te odio, Elo. Te odio”. El muy desalmado no vio mejor contestación que cantar Ódiame, de Julio Jaramillo: “Ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que indiferencia, porque el rencor hiere menos que el olvido”. En un lugar chico como Formosa los rumores corren rápido, y éste no fue la excepción. Al día siguiente, Mabel, que era la mejor amiga de Betty y la compañera de banco de mi papá, en plena clase y antes de dar un oral, se arrodilló frente a él y le pidió que le cantara la misma canción. Betty se enfureció y hasta le retiró la palabra a Mabel quién sabe por cuánto tiempo.


      Sí, Mabel se pasó de la raya porque no está bien burlarse del otro, pero hacer un chiste en un momento tenso, o reírse de algo que efectivamente tiene un costado gracioso, está más que bien. En primer lugar, ayuda a enfriar el asunto. En segundo lugar, permite al perjudicado dar unos pasos hacia atrás y así obtener una perspectiva más amplia del problema. En tercer lugar, la risa aliviana cualquier ambiente. Si un niño se pega un porrazo tiende a llorar. Generalmente, cuando esto sucede, a la madre se le sale el corazón del pecho debido el susto y corre a ayudarlo, preocupada y angustiada. En este caso, las probabilidades de que el pequeño llore aumentan exponencialmente. Si, en cambio, nos riésemos un poco de lo sucedido, liberaríamos gran parte de la tensión que genera una la caída: entonces, el nene se olvidaría de lo ocurrido, se levantaría y seguiría jugando. Por último, la persona que sufrió la desventura puede aceptar la risa del otro y comprender que es para el bien de ambos, porque es un modo alegre de sobrellevar el accidente y no un intento de ponerla en ridículo. De esta forma la víctima se dejaría llevar por la cálida y amena sensación que produce una carcajada bien habida y la recibiría con los brazos abiertos: hay que saber reírse de uno mismo.